El dichoso móvil

Hay dos cosas que no me gustan de la fotografía con el móvil. Una, es el móvil mismo: entiendo que tiene mucho futuro a medida que avancen las tecnologías, pero, hoy por hoy, como instrumento fotográfico, es muy limitado. Otra, los movileros, un colectivo cuyo 80 o 90 por ciento no guarda la menor consideración hacia los demás y se interpone sistemáticamente y en masa en visitas a monumentos, en espectáculos e, incluso -los profesionales podrían hablar muy largo y muy mal-, en celebraciones sociales como bodas, entrega de premios y demás; actos en los que frecuentemente hay que advertir a los movileros que hagan sus fotos sin moverse de sus respectivos lugares. Y aún así. Son de un grosero y un mal educado que cuesta creerlo aun viéndolo. Y, además, son pésimos fotógrafos que nunca se han preocupado de aprender siquiera el más básico ABC de la fotografía y sus resultados suelen ser espantosos. Hablando siempre, quede claro e insisto en ello, de ese 80-90 por ciento, no de todos.

Hechas estas dos salvedades, tampoco soy un antimóvil furibundo: su disponibilidad, su inmediatez y su versatilidad hacen de él un instrumento ocasionalmente muy útil. Yo, que siempre llevo la Nikon Z50 en mi mochila, tiro algunas veces de móvil: en ocasiones, porque la escena es fugaz (un acontecimiento que puede durar apenas unos segundos); en otras porque, cuando la foto ya se ha hecho en mi cerebro, le temo a la desconcentración que puede suponer quitarme la mochila, sacar la cámara, meterle los parámetros necesarios u óptimos... Todos los fotógrafos sabemos lo fugaz que es esta fotografía mental y, aun conservándola, lo difícil que resulta a veces plasmarla decentemente en la cámara. Y cuando se tienen sesenta y casi todos los años, con mayor motivo.

Hace un par de días, haciendo tiempo para llegar puntual a una cita médica, me pilló el crepúsculo barcelonés en el paseo de Gràcia, en su intersección con la Gran Vía y se me hicieron dos o tres fotos mentales que me gustaron mucho y que, bueno, con el móvil resultaron algo aceptables.

Ahí van: por primera vez -y no será, probablemente, la última, pero sí en raras ocasiones- hago una entrada en este blog con fotografías de móvil.

(Obviamente, no indicaré, como hago habitualmente, la configuración de la cámara, ya que el móvil depende muchísimo de su software y la configuración, aunque sea manual -que no es el caso-, no es un dato relevante).



El edificio academicista de La Unión y el Fénix Español (arquitecto Eusebi Bona, 1931) en la confluencia del paseo de Gràcia con la calle Diputació. Me encantó la luz del crepúsculo sobre la cúpula.




Esta foto hay que ponerla en relación con la anterior: no se trata de una ampliación de la misma, pero para el caso... La resolución que se pierde con el móvil en cuanto tiras de zoom es proverbial.



La tristeza de la decadencia: el edificio del cine Comedia (paseo de Gràcia con Gran Vía), cerrado hace poquísimas semanas, yace aquí oscuro, intrascendente, camino del olvido en cuanto pasen otras pocas semanas. De su olvido como cine, claro: no tardará en abrirse ahí un establecimiento de moda basura, o de comida basura, o cualquier otro esperpento con mucho color, mucho plástico y mucho aluminio




Esta foto define en qué se ha convertido Barcelona hoy: sólo hay luz en los comercios de las plantas bajas (falta poco para las 19:00 horas) y apenas ninguna en las plantas elevadas; quizá alguna escasa de una oficina de cierre perezoso. Pero el edificio de la Unión y el Fénix permanece negro. Porque ya no hay vecinos: todo el Eixample (y el paseo de Gràcia no digamos) es un inmenso polígono de oficinas que ha obligado al exilio a la vida vecinal y ciudadana. El resto de Barcelona, incluso en barrios que hoy imaginamos como inauditos al efecto, que vaya poniendo a remojar sus barbas.